La fiesta de los Reyes Magos. Según una tradición muy antigua, el 6 de enero es el día en que los niños reciben regalos en sus casas, que la noche anterior han dejado junto a sus zapatos los
Reyes Magos. Esta hermosa costumbre recuerda el pasaje del Evangelio en el que se nos dice que unos magos de Oriente vieron en el cielo la estrella del Señor, el Rey de los judíos, y se
dirigieron hacia el lugar donde les indicaba la estrella para adorarlo.
El texto de la Biblia, que da origen a esta costumbre, dice así: «Jesús nació en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes. Entonces, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén
preguntando: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo?» ... Encontraron la casa, vieron al niño, con María, su madre, y cayendo
de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra» (Mt 2, 1-12).
La fiesta religiosa. Litúrgicamente, esta fiesta recibe el nombre de Epifanía, palabra griega que significa «manifestación». El origen de esta fiesta se remonta a los primeros tiempos de la
Iglesia y su celebración comenzó en Oriente para celebrar el nacimiento del Señor, su aparición en la carne. Cuando la fiesta de la Epifanía pasó a Occidente, cambió de significado, celebrándose
la revelación de Jesús a los pueblos paganos, representados por los magos del Oriente, que vinieron a la ciudad de Belén, en Judea, a adorar al Redentor recién nacido. De este modo en Occidente
se distinguieron pronto dos fiestas, estrechamente relacionadas: la fiesta de Navidad, en la que se celebraba el nacimiento de Cristo, y la fiesta de la Epifanía, en la que se celebraba la
adoración de las naciones al Hijo de Dios encarnado.
La adoración a Jesús, el Hijo de Dios. El gesto de los magos consistió en ponerse de rodillas ante el niño Jesús, reconocido como el Rey de los judíos. Nosotros sabemos, tras la resurrección de
Jesús de entre los muertos y su gloriosa ascensión a los cielos, que ese Rey de los judíos es el Hijo de Dios y que, por lo tanto, los magos acertaron al ponerse de rodillas para adorarlo.
En el Nuevo Testamento son muchos los ejemplos que tenemos de ponerse de rodillas ante Dios. El libro de los Hechos de los Apóstoles nos narra la oración de rodillas de San Pedro (Hch 9, 40), de
San Pablo (Hch 20, 36) y de toda la comunidad cristiana de la Iglesia primitiva (Hch 21, 5). Igualmente, San Esteban, el primer mártir cristiano, pide de rodillas a Jesús resucitado: «Señor, no
les tengas en cuenta este pecado» (Hch 7, 60). Pero, quizás, el texto más importante en el que nos indica la necesidad de practicar este gesto de respeto y sumisión al Señor resucitado, se
encuentra en la carta de San Pablo a los Filipenses, cuando cita un antiguo himno a Jesucristo diciendo: «Cristo Jesús se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de
cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre sobre todo nombre, de modo que, al nombre de Jesús, toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua
proclame: Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre» (Fil 2, 8-11).
La cultura moderna, sin embargo, marcada por la secularización, no comprende ya el gesto de arrodillarse. La postura del ser humano es la postura erguida, a diferencia de los animales. Por eso,
hace bien el hombre en no arrodillarse en señal de humillación ante nada ni ante nadie de este mundo, ya que todos tenemos la misma dignidad. Sin embargo, todo esto es distinto ante Dios. La
adoración, doblando las rodillas como gesto de sumisión, no disminuye la dignidad del hombre, sino que indica que reconoce a Dios como Señor del Universo, como Creador del mundo y del hombre y,
sobre todo, como Aquel que ha enviado a su Hijo al mundo para salvarnos. Esa es la verdad, que el gesto expresa corporalmente. Luego, tras el gesto de la adoración, ya podremos permanecer en pie,
como corresponde a nuestra dignidad de cristianos, por ser hijos de Dios en Jesucristo.
Así pues, el gesto de ponerse de rodillas en señal de adoración es un gesto importante en la vida de la Iglesia. Hoy deberíamos recuperarlo, donde se haya perdido, al pasar delante del sagrario
en nuestras iglesias y, sobre todo, en el momento de la consagración en la misa. Cristo, el Hijo de Dios encarnado, se hace realmente presente en la Eucaristía y, por lo tanto, también en nuestro
tiempo, deberíamos hacer como los magos que, al entrar en la casa donde estaba Jesús, «cayendo de rodillas, lo adoraron».